Soy una mujer casada de 22 años. Cuando conocí a mi esposo vivía con mi familia que era de escasos recursos, y donde por todo se peleaba. Tras de eso no salí buena para el estudio. Mi esposo me pidió matrimonio cuando tenía 16 años. Ni siquiera lo pensé, simplemente dije que sí, porque la vida que llevaba era insoportable. Él siempre me reclama que no soy cariñosa pero ni sé si lo quiero, además nunca he disfrutado el sexo.

El escenario de hogares disfuncionales y caóticos en los cuales los hijos presencian o son víctimas de la violencia intrafamiliar en sus múltiples facetas sigue imperando en nuestra cultura. De tal forma, que cada vez son más los jóvenes que se ven obligados a salir de sus casas a toda costa.

Entre las diversas opciones surge la formalización de nexos de pareja. Menores, y a veces casi niñas que por sus atributos físicos resultan atractivas y en un santiamén aceptan sea la unión libre o un lazo marital. Al margen de los sentimientos, la situación hogareña y la edad temprana condicionan que estos vínculos se basen más en la necesidad que en el afecto y el sentimiento.

Con frecuencia el pronóstico suele ser caótico y es común que hasta se mimetice la misma violencia vivida en la infancia. Conforme la mujer alcanza la madurez que se adquiere con la edad, se cuestiona los verdaderos motivos que la llevaron a asumir las responsabilidades de una relación formal a tan temprana edad y es ahí donde surgen fuertes interrogantes que giran en torno a la permanencia del vínculo.

A veces, esto sucede mucho tiempo después cuando ya se tienen hijos y cualquier proceso de toma de decisiones resulta difícil, por eso en estos casos siempre se debe buscar ayuda profesional para aclarar los sentimientos y decidir de manera ecuánime